"El valor de la verdad debe ser puesto en entredicho, alguna vez, por vía experimental"
Nietzsche
En 1888, en las primeras páginas de La voluntad de poder, Nietzsche nos anuncia que la incipiente
"pérdida del sentido de las estimaciones" -concomitante a una pérdida
de sentido en general- determinará el fluir de los acontecimientos de
"los próximos 200 años" -es decir de nuestra época. Su hipótesis es que la actual vida 'sin sentido' es una consecuencia
lógica del haber creído demasiado, y durante mucho tiempo, en la verdad.
Ocurre que la falta de sentido genera una "sociedad cansada": el hombre
pierde confianza en sí mismo y se entrega a un devenir que no soporta;
junto con el sentido caerá entonces el deseo, profetiza Nietzsche. Y
esta "voluntad de nada" -la pérdida del sentido- "entenebrece al arte",
concluye. Se trataría, sin embargo, de un "estado de transición".
Pensar la crítica nos obliga a codearnos con otros conceptos vecinos, más bien incómodos, pesados, que en circunstancias normales preferiríamos seguramente evitar: la verdad, el valor, el bien, el mérito, la falta, por citar solo algunos. Pero no tiene mayor sentido hablar de crítica cuestionando su propio concepto -partimos de esta premisa. Tampoco quisiéramos, no obstante, ser partícipes del aparato crítico-dialéctico característico: del juego de espejos, que tiende a mirar hacia atrás; que, por su propia naturaleza, más bien mira o muestra lo de atrás.
El concepto tradicional de crítica está atado al concepto de verdad, que
es el que realmente está en crisis -y como lo supo ver Nietzsche, ya
desde el siglo XIX.
De lo que estamos "cansados", de hecho, es de las propias críticas y de
las culpas. Y conocemos las estrategias para neutralizar o cancelar la
crítica, si es necesario; por 'presumida' o 'prejuiciosa', por ejemplo.
Lo que no sabemos es cómo habilitar una crítica que sea viable, y que
diga algo. Los músicos no acuerdan con la idea de cancelar sin más la
crítica o de convertirla en una nadería.
Lo que 'entró en crisis', y por más de un motivo, es la crítica
tradicional; más concretamente, su ser dialéctico. Y más que por
autoritaria o dogmática, por gastada y "cansada", y por "poco profunda".
"¿Hasta qué punto el juicio de los agotados se ha introducido en el
mundo de los valores?", se preguntaba Nietzsche. Sumemos a esto, el
hecho, cada vez más notorio, de cómo nuestra realidad -siguiendo la
huella del código binario, informático- parece haberse partido en dos;
lo cual complica seriamente la mediación -que es el corazón de la
crítica.
La crítica tradicional es la que se consolida en el siglo XX como campo
autónomo, con sus actores, su ámbito específico, sus convenciones y su
retórica. Todo lo cual deviene en su profesionalización, el posterior
vínculo con la crónica y el periodismo, y su actual vulgarización;
donde la gente se ve arrastrada a expresar 'sus gustos', lo que termina
por quitarle crédito a la crítica ad infinitum. El crítico ve cómo su
oficio, de golpe, se le escapa de las manos y, en sus formas más
vulgarizadas, deviene incluso ruinoso y desagradable.
La crítica en sí no es, sin embargo, un objetivo concreto de los dardos de
Nietzsche; y si elige diferenciarse es porque Nietzsche no es
dialéctico; y no entra en el juego de espejos propio de la dialéctica y
de la crítica.
Ocurre, por otro lado, que para juzgar hay que infinitarse,
inmortalizarse, divinizarse: se juzga desde arriba. El crítico
(tradicional), como lo imagina Nietzsche, es uno de los modos menores de
Dios: como él, lo mira todo, escudriña en los rincones, descubre lo feo
y se compadece. "Ese máximo curioso, súper indiscreto, súper compasivo
tenía que morir", y a manos del "más feo de todos los hombres", dice
Nietzsche en relación a Dios; pero también lo podría haber dicho en
relación a los críticos1.
Hay no obstante un indicio de crítica posible en Nietzsche. Por lo
pronto sabemos que ella no debiera ser compasiva; y debiera aspirar a
aligerar lo pesado -para lo cual, no obstante, hay que ir hacia donde
están las cargas, y los cargos, y hacer con eso. De hecho, la crítica que
realmente hace languidecer a la crítica en general es la del tipo
complaciente-compasiva: la crítica que se complace acordando en lo
obvio.
La crítica no es ciencia ni es teoría -es crítica- y se dirige hacia un
lector, hacia un público a quien comunica qué de general/social virtuoso
hay en la obra y por qué. No es musicología, ni es ensayo; su único
asunto es encontrar el valor y mostrarlo.
Tal como la ejerce el crítico profesional, es la doctrina del juicio lo
que determina la participación de la 'copia' en el modelo-original,
dicho rápidamente. El conocimiento, la pericia, del crítico tradicional
-el crítico de oficio- se muestra en su capacidad de involucrarse con
músicas anteriores, que es de donde toma sus fuentes de validación. Para
lo cual asume como vigentes, activas, no solo a esas músicas sino
también los valores con que se las ennobleció.
Y el hecho de que cada vez más abiertamente, desde el propio campo
artístico, se manifieste que 'lo importante' es el encuentro, la
comunidad celebrándose a si misma; que la experiencia sonora o musical
en sí es básicamente un medio o excusa que permite comunicarnos por
fuera de lo sonoro o lo musical; que esto -que esta suerte de vuelta al
ritual- sea dicho ahora, abiertamente, por los propios músicos, eso es
nuevo y desconcierta. Síntoma de una sociedad que está "cansada", diría
Nietzsche, a lo que habría que sumar el actual
mandato hedonista, el 'imperativo de felicidad'-
fórmula que encierra, por otro lado, una evidente "contradicción en los
términos".
En líneas generales, en su concepto corriente, el crítico busca establecer la función o utilidad de una obra en un contexto histórico: remite algo a su tiempo y logra entonces encontrarle su valor, es decir asume una perspectiva histórica. La estética (la filosofía), por el contrario, busca establecer la 'función' de la obra -y entonces también su valor- más allá del contexto histórico y la moral de la época. Y es esa sustracción de la Historia, y del marco legal, la condición inicial que abriría, eventualmente, la posibilidad de la crítica hacia un aspecto más creativo, y por la vía de lo que aquí llamamos 'hermenéutica' o interpretación, siguiendo a Nietzsche.
Son dos los asuntos que nos ocupan entonces: encontrar una definición que enmarque y de contenido a los objetos pasibles de crítica, y aproximarnos a un criterio o método de validación. Dicho en otros términos: identificar las formas y darles sentido.

El saber
En su origen, tal como lo describen los estudios etimológicos, el saber
y el gusto se refieren mutuamente. Conocemos la etimología común entre
el 'saber' y el 'gusto', según la cual el saber -saborear- del gusto y
el del conocimiento confluyen: el gusto nos permite diferenciar los
sabores de los alimentos de un modo análogo a como el sapiente
diferencia las cosas y sus causas y distingue criterios de verdad.
El saber es el del gusto-paladar porque ahí, se deduce, se juega un saber general
más inmediato que en el resto de los sentidos -que están más
comprometidos con los conceptos. De hecho, la etimología común se funda
en esa conciencia de inmediatez. Es el humano, más que cualquier otra
especie, quien gusta de infinidad de cosas y concluye que el gusto está
en la variedad, y en saber comunicar. El gusto comunica, finalmente, 'lo
más alto' y 'lo más bajo', y la falta de gusto tiene que ver con una
dificultad particular para comunicar ambos registros entre sí.
Kant se apropia de la idea del origen común entre ambos saberes, y
ubica los juicios de gusto/estéticos en una zona fronteriza que comunica
el saber y el placer; que a su vez reenviaría a algo especialmente
básico o fundamental en relación a la facultad de conocer, de saber, en
general. Kant traduce los términos del saber del paladar y el saber del
conocer como el placer del cuerpo y el placer de la razón (es decir el
reconocimiento del bien). El saber, en general, tendría en sí un
principio estético. Y resulta, en consecuencia, que el momento en que un
saber aflora y se formaliza, se experimenta primeramente en términos
estéticos: es por ello que los matemáticos a menudo refieren que encuentran
'bellas' a las fórmulas que descubren, antes que prácticas, por ejemplo.
Kant revela un "sentimiento moral" (un tipo particular de reflexión
sobre el bien) que participa del juicio estético. Más aún, ese
sentimiento es la función que permite deslindar los campos entre los
objetos que participan propiamente de la estética y los que se vinculan
con el puro placer del cuerpo.
Nos interesa considerar la fenomenología de lo bello y de lo sublime,
tal como la analiza Kant, porque creemos (algo que también intuye
Deleuze) que se establece una derivación directa entre esa fenomenología
y la crítica en sí. Más llanamente: eso que sucede como fenómeno
estético dado a la conciencia la conciencia lo devuelve en concepto
reteniendo su estructura. La crítica opera, a partir del modo peculiar
en que se relaciona con el lenguaje, de un modo análogo, afín, a como la
conciencia experimenta el hecho estético en sí. De ahí que en uno y otro
caso las representaciones queden abiertas.
Según esta hipótesis, todas las consideraciones que obtenemos en
relación a la fenomenología del juicio de gusto son trasladables al
ámbito de la crítica en sí y no por casualidad sino porque la crítica es
la derivación a otros términos (limitados, obtusos) de la propia
experiencia estética. De esto partimos.
Como lo presenta Kant, las afecciones que la cosa-obra de arte
nos provoca derivan en representaciones cuya estructura se corresponde o
bien con la serie bello/feo o con la de lo sublime/ordinario, y todos
los mixtos imaginables entre ellas.
La crítica se sostiene en el principio de universalidad, no obstante
su fundamento sea subjetivo: una estructura compleja, abierta --que es
análoga a la estructura de las representaciones estéticas en sí. Pero
Kant es muy claro en decir que el juicio de gusto encuentra su
validación -y un valor- en su condición universal, general, no en su
aspecto individual, particular. Y si el juicio es universal es porque
hay un a priori operando. Es esta condición apriorística lo que
determina la validez universal, su necesidad y su orientación hacia el
'bien común' (sea lo que esto fuera).
Ciertamente, la validez universal del juicio de gusto no se ofrece en
función del número sino se deduce a partir de la libertad plena; la
plena autonomía del sujeto que juzga. Yo juzgo, critico empíricamente, a
partir de mis sentidos, al momento de percibir la cosa, pero solo me
habilito a hacer un juicio estético si me abstraigo de ello y logro
comunicar con su condición a priori que es la que entonces me permite
decir 'eso es bello' -en eso consiste el desinterés, la ascesis, que
reclama Kant como condición del juicio de gusto. Es notable el esfuerzo que hace Kant para defender la condición de
validez universal del juicio de gusto, como si en eso se jugara todo.
La fenomenología del juicio de gusto consiste en el reconocimiento de lo
que de propio-sentimental es universal (de ahí la estima que tiene el
arte en general). La satisfacción del sentimiento es dada porque acuerda,
libremente, con algo socialmente virtuoso. El crítico recoge esa misma
estructura y la traduce a sus términos -según hipótesis.
Nos interesa el arte porque nos comunica con lo libre y lo indeterminado
más y mejor que nada, y eso para Kant remite a un "substratum
supra-sensible de la humanidad". Para Kant, en lo bello, en particular,
se cifra, libre, nuestro destino comunitario: de que somos seres
potencialmente humanos, sociales y amables.
Lo bello place porque reconocemos en ello nuestra capacidad de acordar
en sí ("libremente"); de percibir formas, de no sentirnos desatados,
delirantes. Lo bello es contradelirante. Nos place sentirnos parte de un
destino sensible, sentimental, común. Lo bello nos comunica, así, con la
idea de no estar 'desatados' y que, por el contrario, buscamos 'acordar' -acordar es
orientarse hacia un sentido común-. De eso trata entonces también la
crítica: de acordar (en el sentimiento); es su propio lado sentimental;
también conservador.
Como lo explica Kant, la primera instancia es sensorial y sentimental
pero muy pronto interviene la razón que acomoda, incluso deshace,
reconfigura eso propuesto por los sentidos y entonces se oye distinto,
se oye mejor.
Deleuze, leyendo a Kant, recoge los principios de la crítica de la dinámica con que transcurre la experiencia de lo sublime (Kant ya lo deja entrever cuando dice que "lo sublime nos prepara para estimar"; y "lo bello para amar"); Deleuze deduce de ahí el dispositivo característico de la crítica: la lógica de los valores y las estimaciones. Lo que Deleuze nos invita a pensar es que no hay corte entre la crítica y el fenómeno artístico: que la critica recoge las propiedades de la experiencia estética y las traduce a su modo y por medio del lenguaje; lo que también nos indica que la propia crítica resulta en un ejercicio o experiencia estética, donde las representaciones quedan naturalmente abiertas, como decíamos.
El saber resulta de la comunicación entre dos cuerpos (uno 'alto' y otro 'bajo', por ejemplo; o uno frente a otro), pero "solo en tanto dicha se logra saber", concluye Deleuze
.

En Gusto, un breve pero muy documentado ensayo, Agamben califica al gusto estético como un saber y un sentido que exceden a lo inteligible y a lo sensible por igual: es su tesis principal (también Kant lo piensa así). El gusto sería la cifra, el testimonio, la prueba que fundamenta un saber más general: sabemos porque tenemos gusto (Kant especulaba lo mismo, hacia fines del siglo XVIII). Tanto para Kant como para Agamben, el juicio estético y, por extensión, la crítica en general, son el trabajo reflexivo -de más clarividencia que destreza lógica- que intenta comunicar el saber y el placer; eso que, al menos en Occidente, se nos presenta escindido. Y sabiendo, por intuición, que en rigor tal escisión no existe o no debería existir. Para Agamben, la crítica intenta zanjar esta escisión que es constitutiva de la metafísica occidental. La critica intenta plegar, relacionar, la diferencia entre el saber de la verdad/mentira y el saber de lo bello/feo; por eso luce moralista, o pedagógica. Vivenciamos el placer del cuerpo y el placer del alma con registros y sentidos independientes y nos acostumbramos a que así sea no obstante nos provoque malestar. La crítica, como la psique en términos fenomenológicos durante la experiencia estética, busca plegar ambos registros y nos promete, u orienta, entonces, hacia una vida que considera 'mejor', por así decirlo.
El crítico (tradicional) es así aquel que hace avanzar la experiencia sentimental, estética, hacia la verdad; es decir, quien se excede del ámbito de la estética con un fin moral, instructivo. Quien transforma ese excedente de sentido que ofrece la cosa en crítica. En una buena crítica, el 'excedente de sentido' cambia de modo pero no de signo, no se anula y las representaciones quedan abiertas.
Se supone que 'el valor' sostiene la continuidad de lo humano, en
abstracto; y mira hacia atrás y hacia adelante por igual -la metafísica
es el a priori de los valores. Se da por sentado que lo bueno (el
valor de los valores) es 'verdad' y es aquello que logra eliminar de sí
todo resto destructivo. Todos los demás valores serían diferencias y
declinaciones del valor esencial que es la bondad: modos particulares de
no ser bueno que sólo serían accesibles y asequibles a la representación
si, no obstante, se atan habiéndose cotejado con el bien del cual son
su resto, su diferencia; y que es, al mismo tiempo, aquello que le
otorga, finalmente, formalidad, unidad y también sus conceptos. Se
constituye, así, el contenido que nos muestra una forma. El crítico
evalúa ambos a la vez -contenido y forma- y cuestiona el contenido
cuando en realidad lo que no le gusta es la forma, o viceversa.
Suponemos que 'lo bueno' favorece la continuidad de lo humano entonces,
pero "¿es así realmente?", se pregunta Nietzsche, para quien el valor no
tiene que ver con la verdad, tal como la concibe la metafísica
occidental, sino más bien con la 'máscara' y con lo real sublimado.
Sublimidad - Sublimación
Hay otro nudo etimológico interesante, propio a nuestro asunto, que nos gustaría considerar: el que comunica la sublimidad con la sublimación. Mucho menos estudiado que el que determina el gusto, resulta una lógica aún oscura -no obstante la evidencia que nos da el lenguaje. La palabra es prácticamente la misma: limis, la raíz, hace referencia al límite; el prefijo sub en principio, a una posición; es en las desinencias, entonces, donde se hallan las diferencias. Apuntemos tan solo algunas cuestiones, y en carácter provisional.
Decíamos antes que de la dinámica con que transcurre la experiencia de
lo sublime se descubren los fundamentos de la apreciación
estético-crítica en general, en tanto al seleccionar una unidad de
medida -lo que en la experiencia de lo sublime sucede como una operación
infructuosa de la imaginación- selecciono también una unidad de valor.
Elijo, por una predisposición estética personal, las unidades de medida
con las cuales emprendo la valoración.
Lo que la dinámica de lo sublime nos enseña de la crítica es su
anudamiento al sistema de la representación. Sin embargo, la pura
condición estética/imaginaria nos reenvía a la estructura de los
relatos-los mitos, lo cual es más del orden de lo bello que de lo
sublime (volveremos sobre esto).
Lo sublime sucede a condición de que pueda ser experimentado en un
entorno seguro, dice Kant, dando a la experiencia un matiz vigilante que
se transfiere, en consecuencia, por hipótesis, también a la crítica.
En la experiencia de lo sublime, dada la sublimidad del objeto, la
imaginación (el pensar con imágenes) no da abasto para obtener una
representación y sucumbe -lo cual genera una perturbación del
sentimiento que, eventualmente, puede incluir la náusea; y el auxilio, la
recuperación, la encontramos en la razón, en la capacidad de tener
ideas; lo que deriva en un tipo de goce especial: el goce de la
individuación -que nos da la razón.
La sublimación sucede sin la necesidad de una experiencia caótica o
pánica inminente -como ocurre en lo sublime, según Kant. Hay
sublimación, según el sentido corriente, cuando algo que se nos presenta
como demasiado grande, ilimitado, es reconducido, declinado, de modo tal
que se ofrece, luego, en un pase de manos, como aquello que da
sentido y hace hacer.
La sublimación en química es propiamente un cambio de estado; de un
sólido en un gas: algo que pesa pierde su peso. Un tipo especial de
sublimación -una sublimación invertida- es la deposición: algo
vaporoso, gaseoso, que decanta en sólidos.
Sublimar es responder con una idea a lo que 'físicamente' (o que creemos
físico/real) sentimos nos supera. Es pues un rebajamiento, una
declinación de lo físico -sin anularlo en sí- de modo tal de
transformarlo en idea o extrayendo de eso, de lo físico que nos gravita,
una idea que tendrá, eventualmente, consecuencias físicas.
Es así que las músicas que nos gustan comunican con algo que, de algún
modo, se resuelve y encuentra una forma. Y la 'valentía' de aquel que
logra delimitar, sublimar, declinar aquello que nos gravita y perturba
deviene en valor.
La experiencia de lo sublime nos muestra que la medición, la regla
regulando, el conocer de lo regulado - de lo cual no somos conscientes
más que a partir de lo conocido-, en su fondo, está plegado a lo medido
en una indiferencia incomprensible: eso es nauseabundo; dicho de un modo
menos perturbador: nos demuestra que lo real es inaccesible, que no podemos conocer
las cosas en sí, como lo explica Kant.
La estructura de lo sublime implica una potencia gravitante, un cuerpo
que por su magnitud o potencia (ilimitada) gravita sobre todo lo que se
le acerca. Sublimar es declinar lo que nos gravita: lo que se sublima es
lo 'sublime', entonces. Es en este mismo sentido que pensamos a las
músicas como declinaciones de otras músicas. Reconocemos la gravitación
de una música y la declinamos -como también un verbo se declina: la
expresamos.
Tanto en la sublimidad como en la sublimación, se trata de
reposicionamientos. En ambos casos sucede un momento de perturbación
-fagocitante- consecuencia de algo físico que es vivido como ilimitado
y por lo tanto parece engullirnos.
La relación es vertical: la sublimidad es una elevación y la sublimación
una deposición -no obstante en la sublimación también hay algo que
parece perder solidez y se gasifica.
Lo que nos preocupa cotidianamente es una incógnita, un representante
del infinito, una x que nos gravita, y, si somos capaces de hacerlo,
la sublimamos: la ponemos en otro lado. Y a posteriori lo que nos
gravita, depuesto, pasa a ser nuestra gravitación, nuestro objeto.

El objeto
¿Cómo reconocer la suspensión moral a la que accede el artista con su
obra y no obstante ponerla en valor, siendo que el valor implica la
moral? Más claramente: ¿Cómo valorar aquello que se nos presenta, a
priori, como 'medición y medida' (a la vez), en sus propios términos, si
estos nos son sustraídos?
En la parte segunda de la Critica del juicio (mucho menos leída y
discutida que la primera). Kant abandona el tono severo del 'escrito',
que caracteriza la primera parte, y comienza a expresarse más
coloquialmente. En ese contexto y con ese tono, nos propone lo que
serían los 'principios técnicos' de la crítica del gusto -un modo de
hacer crítica- en tres instancias: 1 'pensar por sí mismo'; 2 pensar en
sí pero colocado en el lugar del otro; 3 pensar relacionando 1 y 2. O
sea: hay cosa-causa (1); hay representación (2); hay crítica (3).
Si de lo que se trata es de señalar el valor de una obra, la crítica no
debe reducirse al formalismo ni al análisis, debe poder hallar un punto
de salida de la obra -o sea un sentido.
Hablar de valor implica, en concreto, salir del ámbito de la
interioridad de un campo en particular para vincularse con una
generalidad.
Como lo piensa Adorno (el más juicioso de los críticos musicales), el
crítico trabaja sacando a la luz los relatos que su objeto implica, y de
los cuales se ofrece en mediación.
Hacer una crítica no debe ser, sin embargo, un compadecer en el
relato. El compadecimiento resulta en la acentuación del pathos del
objeto, y no habría motivo válido alguno para hacer eso. Para Nietzsche
sería, directamente, agudizar un sufrimiento. Se trata antes bien de
descubrir un valor no previsto por su autor, y si acaso no se lo
encuentra, está la opción de singularizar el género. Si no hay nada
valiente en el estilo habrá que buscarlo en el género.
"Toda obra de arte es enemiga mortal de toda otra obra de arte", dice
Adorno, en tono nietzscheano. Porque hay ahí un proyecto heroico
implicado que es, casi por necesidad, enemigo del proyecto heroico
implicado en otra obra de arte. Por estructura, los relatos, los mitos,
incluyen a un héroe, no necesariamente 'fuerte'; también a lo
relacionado con los acuerdos, con el deseo, e incluso con el amor. Lo
relevante, para nosotros, aquí no es el juego agonista entre los autores o sus obras
sino el tono que elige Adorno (dramático) para poner de relieve la
función de los relatos -y más allá del modo en que se los exprese3.
Tal como lo piensa Adorno, los materiales y procedimientos están
atestados de ideología, de historia, de relaciones de poder, de
lenguaje; todo lo cual se nos manifiesta luego, intuitivamente, como
relato. Y de qué y cómo se hace con eso resultará la factura y el valor
de una obra y no por circunstancias extramusicales sino específicamente
musicales, en tanto la lógica interna es sonora y son los materiales y
procedimientos quienes portan ese contenido, ipso facto. Pero siempre
en términos des-afirmativos (esto es decisivo). Para el dialéctico
Adorno, el valor se otorga por vía de la negación; y si no se entiende
esto, no se entiende nada.
La tarea del crítico es, entonces, dilucidar el 'sedimento social' que
portan los materiales y procedimientos y evaluar qué se hizo con ellos.
Lo que rige la apreciación es el gusto, la sensibilidad musical en
concreto, pero lo que define el valor de lo que gusta es un contenido
que está determinado 'socialmente', y por vía de la negación. El crítico
es aquel que sabe cómo comprender la forma y reconoce el trabajo de la
expresión en ella. Es quien da sentido recuperando la expresión tras la
forma -lo cual constituye su modo de recrear la obra.
Para Adorno, toda obra 'auténtica' plantea un problema compositivo, enunciable como pregunta técnica a resolver. La solución a este
problema, en principio 'técnico', define el contenido de verdad de la
obra, que a la vez que se muestra musicalmente virtuosa expone una
verdad social o filosófica. Es lo que Adorno llama ajuste de sentido,
es decir la solución a un problema formal musical y la dimensión
social-filosófica que implica ese problema y su resolución. Y es esta
dimensión social, inevitablemente histórica (desde la perspectiva
adorniana), lo que hace que el valor no sea eterno y vaya mutando con el
tiempo; que se vayan descubriendo mejores verdades, y músicas que antes
no valían ahora valen y viceversa.
La crítica musical se resuelve entonces a partir del esclarecimiento de
aquellos contenidos sociales entreverados, adheridos, a los materiales y
procedimientos musicales pero sin salirse de lo propiamente musical, lo
cual constituye una rareza, a priori, que solo Adorno parece manejar con
precisión. El crítico controla, habita, ambos registros y hace pasar uno
por el otro.
Adorno usa una enigmática fórmula, objetivación del impulso mimético,
para definir la sustancia del arte, y poner de manifiesto que se trata,
en definitiva, de la pura compartición: del don (de dar). El crítico
debiera estar atento a que haya efectivamente donación y dilucidar de
qué.
Si el valor/bien artístico no puede sino ofrecerse como negación -como
expresión, finalmente; si es contra-estatal; si solo se otorga
desafirmativamente, sucede que los relatos no pueden sino enrarecerse y
asumir torsiones. La dificultad para hacer crítica radica en que si bien
el valor vuelve sobre un relato, este no se afirma ni se clarifica, y no
deviene ninguna nueva forma de mitología ni 'superación' de nada, y
permanece en lo sonoro.
Al valor se llega entonces a partir de la reflexión; más en concreto, de
la música reflexionando críticamente sobre sí misma -y resulta de ello
que el crítico debiera ser, a su vez, músico.
En Adorno el valor nunca se ofrece por denegación sino por negación,
lo cual implica el conocimiento de la forma afirmativa. No obstante, la
forma no se muestra siempre con claridad y lo que parece ser una torpeza
o denegación en algún aspecto bien podría no serlo en otra instancia,
que es en la cual la expresión está operando y donde realmente se juega
la obra y se constituye la forma. Claro que la negación puede
efectivizarse a través de unas pocas notas, de un pequeño matiz que
sentimos no obstante nos concierne especialmente; a nosotros, como
sujetos individuales pero como parte de un colectivo mayor, más o menos
identificable, que dialoga con otro y así hasta abarcarlo todo -y
volvemos a que el fundamento de la crítica yace en su condición
universal.

Una crítica estética, no cientista, y 'no tan crítica' sino
hermenéutica, buscará dar lugar al otro lado, a la dirección inversa con
que se inició el juicio; no para entrar en el juego dialéctico, ni para
acoplarse a aquella, sino para atrapar el sentido a partir del
movimiento (que es el único modo de poder hacerlo).
Para Nietzsche se trata de pasar de la 'crítica' a la interpretación -a
la hermenéutica. En realidad, para Nietzsche lo que este
crítico-intérprete, eventual, reconoce, primeramente, es si hay un
artista y si hay inspiración: si hay aire que corre, que es lo que se
contrapone al "espíritu de la pesadez" y a las "cargas" que el devenido
artista supo llevar pero ya no, tal como lo piensa Nietzsche.
Para Nietzsche, el artista es aquel que habiendo cargado el peso del
deber se hizo amo, libre de carga, y se puso a 'jugar'. Es quien cura el
pasado de modo de aligerar el porvenir. Pero para curar el pasado, para
aclarar lo turbio, hay que tratar con ello -lo cual constituye el
consabido aspecto 'sacrificial' del hacer del artista.
"Mi juicio es mi juicio", dice Nietzsche, el juicio 'sobre mí'. Es uno
mismo quien entra, como puede, a un relato cuya estructura
necesariamente reposa sobre el bien/mal -como cualquier relato. Pero no
hay tal cosa como un 'bien común', para Nietzsche: el valor está en la
excepción, no en lo común.
A diferencia de Adorno, Nietzsche encuentra la objetividad del juicio
(la universalidad) mediante algo así como una multiplicación de las
perspectivas; mediante una proliferación de los puntos de vista a partir
de los cuales se logra tener una mayor comprensión de la cosa:
proliferándose en los relatos de modo tal que aflore, repentinamente, un
concepto al cual podamos adherir; con el cual podamos componernos,
saber.
En un sentido también general, amplio, Deleuze nos propone una crítica,
posible, cual instancia de interrupción, de separación, que impida la
demasiada comunicación, lo idéntico, la idiotez. La crítica no sería así
un comentario validante o valorativo o de contemplativo asentimiento
sino el arte de la interrupción. Interrumpir el flujo para que se dé, se
otorgue, el paso hacia el otro lado, que no obstante no debe ser
señalado. Una crítica disruptiva que de que pensar y abra hacia la
diferencia.
Los agrupamientos que los relatos suponen no son intrínsecamente buenos
o malos, a no ser que se los considere a la luz de una teoría de 'la
continuidad', que aquí, evidentemente, no contemplamos. Ocurre que el
juicio en sí, cualquiera este sea, está atento a los fines, al final: es
escatológico. Su estructura es la del 'juicio final', dice Deleuze -y se
pregunta cómo revertir eso, cómo hacer del juicio algo inicial,
inspirador, y no final, escatológico. "No tenemos por qué juzgar los
demás existentes, sino sentir si nos convienen o no nos convienen, es
decir, si nos aportan fuerzas o bien nos remiten a las miserias de la
guerra, a las pobrezas del sueño, a los rigores de la organización",
dice Deleuze, dando vuelta todo, como una media.
Pero suspender el sistema de juicio (el sistema de representación), no
apresurarse a clasificar y calificar en términos críticos, no implica
abandonar la crítica en sí; es decir, la aptitud para captar similitudes
o identificar diferencias. Se trata, antes que eso, de encontrar aquello
que es singular y 'sentimos' que vale universalmente.
Claro que no se trata de ética sino de estética. Es una predisposición
estética la que nos permite hallar la singularidad que vale
universalmente. La ética es más compleja: busca el otro de ese singular
al interior del mismo relato y favorece su devenir: a diferencia de la
estética, su vínculo con el sentido es explícito.
Buenos Aires, Febrero de 2022
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