El estilo tardío de Beethoven es un artículo que Adorno escribe en 1934. Un artículo de crítica musical, más bien breve, que no llega a las tres páginas, y donde lo sustantivo, incluso, se concentra en sólo dos o tres párrafos. Se trata, no obstante, de un artículo que ha tenido una gran repercusión. Son, en todo caso, sólo dos o tres párrafos que van más allá de la simple crítica y que parecen anunciar, propiamente, una teoría sobre el ‘estilo tardío’; que desde luego, dada la brevedad, no se concreta pero todo hace pensar que ahí están, y en su totalidad, sus fundamentos.

Me gustaría comenzar resumiendo lo que creo que es el nudo de la argumentación adorniana sobre el tema, para luego avanzar sobre algunas otras consideraciones.

Adorno caracteriza al estilo tardío como el resultado de un vínculo especial, original, que se entabla entre el compositor y las convenciones musicales. Un vínculo que tendría por génesis cierta intromisión de la muerte y cierto reposicionamiento del sujeto compositor en relación a la muerte. Si bien Adorno no dice mucho sobre esta muerte, está claro que no se trata de su representación ni de ningún síntoma que la pudiera involucrar más o menos directamente. En este sentido, habría que decir que el estilo tardío no es luctuoso, ni silencioso, ni oscuro o doliente. Del mismo modo que no es algo que tenga que darse necesariamente a una edad avanzada.

En concreto, esta situación se le presenta al compositor como la revelación de que el arte, la música, su música, y cada una de las músicas, no pueden morir a diferencia de él, para el caso, que sí puede. Es a partir de esa distinción, y de ese saber, que hallarían su condición las formas y los comportamientos tardíos. El compositor repara en que la obra no puede morir y se aparta de ella como de algo que no le pertenece, o no en los términos en que antes lo creyó. El compositor avizora la posibilidad de su muerte, que es real, y la contrasta con la imposibilidad de morir de la obra; y de la revelación de ese contraste, algo de la obra muestra una profunda falsedad, que es lo que suscita el desapego, y transforma el vínculo con la creación en sí.

En realidad, se trata de un apartamiento de la obra en cuanto relato, pero para acercarse a lo que propiamente obra en la obra. El compositor tardío se aparta de la obra no por desgano o irresponsabilidad sino por un interés nuevo hacia lo que eminentemente la posibilita. Y eso son, aquí, las convenciones musicales. No se trata pues de un vínculo de apropiación -no hay un relato-, sino, más bien, de un afecto especial, tardío, y de una intención; que es la que nos hace conocer Adorno.

Como se sabe, hay tanto en el escrito original de 1934 como en la conferencia radiofónica que da Adorno sobre el tema en Hamburgo, en 1966, un marcado imaginario rocoso, mineral, que, ligado a la alusión a lo catastrófico con que se cierra el primer escrito, dan al conjunto una traza poética ineludible. Pero hay otra imagen, otra escena, que es la que creo sostiene el aporte principal de este artículo.

Adorno imagina al compositor, a Beethoven en concreto, soltando lo que “hasta entonces tuvo aferrado”: las convenciones; y que entonces estas “caen”. Adorno imagina -y oye- caer a las convenciones. Aquí se abren naturalmente dos caminos para el análisis -que creo que finalmente confluyen. Me gustaría no obstante concentrarme en uno sólo, que es al cual se refiere Adorno.

Las convenciones caen como cae o caída es la criatura, dice Adorno. Más allá de la resonancia benjaminiana que suscita esa apreciación, sorprende, aunque es algo que efectivamente puede oírse, la caracterización que hace Adorno de la convención musical cayendo y adquiriendo con la caída cierta animación y la posibilidad de su expresión. Una convención que logra expresarse porque cae -expresa su caída- gracias a la atención y al oficio del compositor. En cualquier caso, está claro que la convención pierde el estatus tal cual se la conoce o conoció hasta ese entonces.

Pero así como Adorno imagina o descubre esa mano que suelta, también señala otra mano que irrumpe en la composición para interrumpir el agrupamiento de lo que es soltado. La ‘mano maestra’ y tardía suelta lo hasta entonces apropiado, pero una vez caído se entromete para impedir cualquier reagrupación, cualquier reinvención mítica, la que fuera. En este segundo gesto es que Adorno encuentra la expresión del propio compositor. Una expresión contra-mítica, paradójica en su mismo concepto. El estilo tardío no se completa sin este otro gesto -o contra gesto.

Y, si lo que se sabe tardíamente es que el mito -su concreción- finaliza, impedir el reagrupamiento, la reapropiación mítica, sería a la vez, dice Adorno, el modo de preservar lo que se quiere preservar, “para la eternidad”.

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Me gustaría ahora pasar a considerar cómo se resuelve en términos musicales esta situación, y para eso voy a recurrir a algunas ideas de Lévi-Strauss.

Lévi-Strauss entiende que la tonalidad, no ya la música sino el sistema tonal, tiene a su base una estructura análoga a la del mito, y que eso la hace especialmente apta para fines comunicativos, más allá incluso de las intenciones de quien la ponga en práctica. Si bien la tonalidad falla a la hora de constituirse en un lenguaje -es una falla estructural la que le imposibilita contar con algo equivalente a la palabra-, tiene, sin embargo, las posibilidades de construir oraciones, de predicar, de orar; aún a costa de no ser claro el motivo de esa predicación; o, dicho de otro modo, aún cuando el ‘motivo’ de esa predicación termina siendo reabsorbido por términos puramente musicales: es finalmente un ‘motivo’ musical el que se predica; el que se modula; en los mismos términos en que hay modulación o relato en el mito, según la tesis de Lévi-Strauss.

En la estructura de la tonalidad los términos que se oponen son tónica –‘adentro’- y dominante –‘afuera’-, que se constituyen a la vez en las funciones polares del sistema. De por sí, son totalidades vacías y análogas, y no es nada una sin la otra. El sistema se completa con otras funciones (dinámicas) como ser la subdominante o la mediante. Tónica y dominante serían así los irreductibles que un relato, una modulación, intentaría reducir mediante la puesta en funcionamiento del sistema -el sistema tonal- que es la máquina que aquella estructura soporta. Una máquina para construir relatos o modular. Y en ese despliegue del sistema se despliega asimismo el ser comunicativo de la estructura sobre la cual se asienta.

Lo que el mito quiere es que ese sistema, puesto que tiene todas las posibilidades de hacerlo, se ponga en funcionamiento para la construcción de un relato, de un lazo, de una puesta en relación, que es la que establece ese relato.

La pregunta sería: ¿Qué cosa nos impele a modular, a poner en relación los irreductibles mediante una predicación? Y, ¿Qué actitud toma el estilo tardío ante esta situación? ¿Qué actitud toma el compositor tardío frente a ese discurso unitivo (mítico/tonal) que en rigor es el discurso de una contradicción? Y ¿Qué actitud frente a la propia retórica musical?

Diría, en principio, que el contenido del saber que se le revela al compositor tardío refiere en gran medida a su participación en el relato, puesto que se trata de un relato que lo cuenta, en su doble condición de protagonista y de número: un relato apropiador que permitiría tanto apropiar como propiedad se sería de ese relato.

Adorno remarca la rotura del lazo mítico -de la modulación-, que es lo que hace colapsar a la estructura y fractura la apariencia de la obra; pero en contraparte llama la atención sobre la ‘animación’ que adquieren las convenciones en virtud de aquel vínculo especial que entabla el compositor con ellas.

Al romper con la modulación, de hecho, se comprometen o reducen significativamente las posibilidades que tiene la música para provocar emoción. Pero habría que decir, en este sentido, que el estilo tardío no es un estilo que carezca de emoción o afectividad, solo que éstas se encuentran corridas de su eje o transferidas; y esto es algo que puede constatarse en la audición. La música tardía es una música que difícilmente crea lazos afectivos inmediatos, sino más bien distancia y desconcierto, y no se constituye en un ámbito de comunicabilidad.

La retórica musical, constituida, en sustancia, a fuerza de convencionalismos, comienza a tomar cuerpo hacia el 1600, a partir de la coincidencia que resulta de la ‘intromisión’ de la palabra significante y secular en la música y el consecuente descubrimiento de la tonalidad. Está claro que el Beethoven tardío no abandona en lo más mínimo la tonalidad, pero también es claro que se desentiende absolutamente de su desarrollo y despliegue -que como se sabe culmina con Wagner llevando el sistema al rojo, lo que constituye a la vez el cumplimiento y el acabose del mito. Es evidente que el Beethoven tardío no tenía, de ningún modo, eso en mente. Y sin embargo, llama la atención el hecho de que, por ejemplo, la gran fuga en Bb, por citar una de las obras tardías emblemáticas, se la oye aún hoy con una dureza y disonancia que ya no se encuentran en las armonías wagnerianas más avanzadas.

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Lo llamativo de las convenciones en el estilo tardío es que no median, no relacionan nada; y no hay entonces expresión, en sentido estricto. En una forma musical ‘clásica’, la convención en sí es el acuerdo, aquello que no requiere mediación; que es común tanto a tónica como a dominante: algo en lo cual tónica y dominante no se contradicen; donde van o vienen juntas; eso es la convención: pura forma; es lo más parecido a la palabra que hay en música, pero carece de significación.

La convención no juega en la contradicción, en el sentido en que no es ni está del lado de lo ‘bueno’ ni de lo ‘malo’. Es vehículo de lo bueno y de lo malo pero ella misma no es ni buena ni mala: es inocente, en esencia. La convención es, pues, lo que es común; también lo colectivo. En el estilo tardío la relación que se establece con eso común que es la convención es distintiva porque no se la usa, ni se la cuestiona ni se la transforma. Ni tampoco ‘se la pone simplemente ahí’, sino que se le da una voz, una temporalidad. Comporta así el estilo tardío una suerte de gusto, de gusto tardío: el gusto de relacionarse con aquello que, por común, es mudo pero que a la vez se sabe que es lo que permite la voz.

En este sentido, me gustaría hacer aquí un breve paréntesis, acerca de una reflexión que hace el compositor Morton Feldman sobre este asunto. Feldman decía que el último Beethoven “iba hacia el sonido pero falló”. En Feldman esto debiera entenderse como que Beethoven iba, o pretendía hacerlo, más allá del eventual fallo, hacia ‘lo que hace oír’, que para Feldman es el sonido. Destacando la sagacidad que subyace al comentario, diría, no obstante, que para el Beethoven tardío lo que hace oír no es el sonido sino la convención, y no podría hablarse en ese sentido ya de fallo.

La convención es, entonces, el acuerdo, lo que acuerda pero sin acordar y sin los acordantes. Dicho de otro modo: los acordes sin la armonía. Es la fórmula con-viniente, inapelable, siempre airosa, irrefutable. Lenguaje puro -limpio- y puro lenguaje. Y entiendo que el gusto tardío por el contrapunto habría que considerarlo a partir de ello.

Las convenciones tardías, animadas, son los trinos de la sonata op. 111, como a menudo se hace notar, pero también es un acorde que se extiende más de la cuenta, como en la cavatina del op. 130, o la inapelable progresión con que comienza el presto de ese mismo cuarteto. La convención tardía no es entonces la convención sin más: es la convención apropiada que es ahora soltada; una convención liberada de sus responsabilidades, por así decirlo. En lo tardío, todo parece ocurrir a posteriori. No se construye entonces predicando en virtud de un relato apropiador sino dándole estatus temático a lo inocente, a lo que realmente, y sin metáfora alguna, estaría ‘más allá del bien y del mal’.

La mano que suelta convierte en temático a eso que estructuralmente no podría constituir tema. Adorno ve, así, la situación del compositor tardío no como la de alguien que se aleja sino más bien como la de alguien que, excesivamente cerca, toma la decisión repentina de soltar.

Si el arte de la mediación era armónico -armonizaba una contradicción- este otro se mostrará más bien desarmónico. Lo que está compuesto en el estilo tardío no está mediado, o está insuficientemente mediado -diciéndolo con una categoría de la dialéctica muy propia de la retórica adorniana-. Formalmente esto resulta en la presencia de “agujeros”. Estos agujeros, que no necesariamente se corresponden con silencios, son oquedades por donde transita la subjetividad tardía. Donde antes había mediación, un puente, modulación, ahora hay un agujero por donde el compositor “sale”, dice Adorno; evitando devenir cautivo de un relato.

El estilo tardío rehúsa la maestría del ‘momento justo’ en que las cosas debieran ocurrir, y no parece tampoco muy atento a las cuentas ni a las especulaciones. El propósito tardío no responde a la apoteosis o culminación de un sistema sino a una abstracción disfuncional del mismo; en donde se aspira a poner de relieve lo que hace oír más que lo oído.

Se produce entonces la catástrofe; las convenciones quedan absueltas, irresponsables, y los irreductibles se muestran irreverentemente disociados; y sin que se ofrezca tampoco una contención del tipo alegórico. El propio sistema se muestra inmediado y con un funcionamiento impredecible, errático. Dentro de una obra tardía hay pequeñas catástrofes, discontinuidades absolutas, cambios de estado repentinos, que anuncian la condición catastrófica, la ruptura de origen y la irreversibilidad. Como lo describe Adorno: “aquí la monodia, ahí el contrapunto, allí la muletilla, más allá el ritmo de danza, ahora el cantabile, luego el bajo pedal…” La disociación sobreviene al quitarle las responsabilidades a las convenciones, que entonces pierden su inocencia y dejan de convenir.

Adorno comparte con Lévi-Strauss en que la tonalidad, básicamente, consiste en que aquello que es su presupuesto -su estructura- se eleva a resultado y deviene relato. Según la norma clásica, todo debe ser dicho de algún modo en los primeros compases y luego lo que ocurre es una confrontación dialéctica de aquello. El compositor tardío accede a la doble certeza de que eso ya no es necesario, de que ya no hay que demostrar nada, de que la tonalidad ya está demostrada como demostrado está que no hubo ‘salvación’.

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Theodor W. Adorno

En lo tardío falta la ‘reconciliación’ (la propia dialéctica entra en crisis) y falta lo doméstico. Pero al mismo tiempo hay una nueva mirada sobre lo folclórico y lo telúrico, a los cuales se recupera, pero con su componente mítico desfigurado, como puede oírse, por ejemplo, en el presto del op. 131.

Hay un rasgo técnico que puede ayudar a comprender mejor la conformación de esta música. El Beethoven tardío disocia las voces a partir de la separación excesiva de los registros más allá de las correspondencias acústicas que permiten que se liguen entre sí. Pero la misma tracción propia del despegar concede un procedimiento compositivo revelador: algo sube o baja hacia el extremo de su registro, o dinámica, pero lo hace sin un punto de llegada preciso o evidente, sin mediar; por lo cual termina aislándose el movimiento, el procedimiento en sí mismo; es decir, como un movimiento no modulante. Adorno destaca también cómo el Beethoven tardío desplaza la tónica del principio del compás, evitando que se establezcan equilibrios e identidades. En ambos casos, lo que hay es un modo distintivo de provisión de la forma. Hay asimismo en lo tardío una economía, un comportamiento económico, resultante del apartamiento del comportamiento antieconómico y discursivo propio del mito. Se trata de una economía que no debiera interpretarse en términos de ‘hacer mucho con poco’ -según la prescripción académica; lo que prima aquí es el desprendimiento, la disociación del lazo antieconómico y anticapitalista del mito, que insiste, de algún modo, en llegar a atarlo todo con un único aliento.

Pese a la catástrofe, que es la suspensión del mito, o gracias a ella, lo que sobreviene es, dice Adorno, algo así como una 'esperanza', una continuidad o sentido; que se haría presente en “el límite de la renuncia”; no en la renuncia, sino en el límite para con ella; es decir, se trata de una experiencia del límite; que no es la experiencia expresiva -la experiencia del límite del sistema (tonal), como podría serlo en Wagner- sino que de algún modo es posterior; posterior a la expresión. Es una experiencia de dis-relación, que es a lo último a lo que me quisiera referir, y muy brevemente.

El compositor tardío suspende el relato, sale del relato pero no reniega de la experiencia; solo que, en este caso, no se trataría de una experiencia expresiva, apropiadora, sino de una experiencia que podría caracterizarse como colectiva; una posibilidad que se le presenta como experiencia del lenguaje. El compositor -experimentado- accede a la experiencia del lenguaje: es decir a tener una experiencia del lenguaje y a que el propio lenguaje experimente.

Todo lo que tenga que ver con la casa se derriba, pero para mostrar lo que realmente hay.

Por otro lado, la catástrofe en sí no sería representable ni visible más que a través de los escombros que deja. Las obras tardías son documentos de la catástrofe en la medida en que las cosas estallan pero en su estallar se muestran.

Se renuncia a la vivencia musical del mito, a las apropiaciones del relato, pero no a la experiencia en general, o a la experiencia completamente. A la vivencia musical del mito le sucede la experiencia del lenguaje. Tras el desenlace, posteriormente, sobre los escombros.

(2011)


Addendum

El estilo tardío -que no hay que confundirlo con el estilo de 'madurez'- es entonces un concepto que refiere a un modo particular de comportamiento musical; un modo de hacer, que si bien se asocia comúnmente a lo postrero en la obra de un compositor, no es eso, de ninguna manera, lo determinante: cabe la posibilidad de incurrir en estilo tardío a una edad temprana, del mismo modo que componer 'tempranamente' hacia el final de una vida.

También, y en tanto estilo, presupone un modo particular de trabajo con los materiales, y de ahí a una técnica específica parece haber solo un paso, que nunca se da -o nunca se muestra- no obstante; no al menos en los términos en que se da la técnica -como la abstracción de las leyes que rigen y posibilitan la reproducción de una forma. Y eso resulta así porque lo que prevalece en el estilo tardío es lo que se sustrae, pero que en su misma substracción, en su retirarse, determina lo que queda -que no puede ser comprendido técnicamente porque fue sustraída su causa, según lo recién dicho.

Lo que se le revela al compositor tardío, dice Adorno, es que 'hay' la muerte -más allá del mito- y que todos los mitos, lo imaginario en sí, son construcciones que nos posicionan frente a la muerte, y que estas 'posiciones' se establecen, finalmente, como trampas, como fijaciones.

El compositor tardío sale de la 'trampa' imaginaria pero no entra a ningún lado -porque no hay otro lado-, y se define, entonces, por este modo particular de salir de escena. Y en su salida lo que deja es al lenguaje; y no de cualquier manera, no como predicación, ni como abstracción o símbolo; se retira para que 'se exprese' el lenguaje -es lo que nos da a entender Adorno en su célebre artículo sobre el estilo tardío de Beethoven.

Goethe -el 'inventor' del concepto- define el estilo tardío como aquel que 'se sustrae a la apariencia'. Pero, más que el compositor en relación a su imagen, es la propia apariencia la que se sustrae y, en el mismo gesto, hace aparecer lo 'no aparente': un plus de contenido, que la misma substracción de la apariencia impide captar en una representación identificable.

Si acordamos en que el sentido está en la forma, lo que queda entonces es la substracción de la apariencia en sí; y el pensamiento o sentimiento de lo que sí 'aparece' -o aparecería- tras el desenlace del mito (que la propia substracción de la apariencia supone): algo que se nos (re)presenta como la no apariencia de lo aparente -o como la apariencia de lo no aparente (el lenguaje).

El estilo tardío no renuncia a la belleza sino a la belleza concebida como el velo que recubre y muestra un contenido (la belleza de Hegel). Se disocian, de hecho, apariencia y contenido (la misma prescripción hegeliana entra en crisis), y lo que ocurre es, se puede decir así: que, a caballo de la substracción de la apariencia, aparece/emerge el lenguaje; lenguaje que ya no sirve a la apariencia, que no permite la comunicación de la apariencia, sino que accede, ahora, a su propia expresión: llamamos a esto la experiencia del lenguaje.

Una apariencia en retirada, no obturada sino retirándose y supliéndose por su otro lado, por su revés, que es aquí el lenguaje. Es lo humano objetivado que ahora se anima, historia sedimentada, aplanada, casi geografía, historia sin historia, que ahora se anima. Y un atisbo de real: puro resto: lo que queda cuando se sustrae la historia de la historia, el mito del mito. Lo real así pensado, es decir al interior del pensamiento, coincide con la verdad -que, como se suele decir, es lo que hay tras la apariencia.

El estilo tardío, nos dice Adorno, se erige, así, en poseedor de una verdad artística especial, que no se ofrece bajo otras circunstancias (se trata de un estilo, propiamente). Pero la aproximación / comprensión de este estilo que se pretende siempre posterior, inaprensible, debiera revestir, por lo mismo, el carácter de lo provisorio, y contra-dogmático. Hay, entonces, un cierto secretismo implicado en el estilo tardío, una alegoría de imposible significación, un culto privado -el desenlace es intransferible porque no hay relato que lo supla. Donde el 'objeto de culto' es el lenguaje; el lenguaje llano, común -las convenciones musicales, dice Adorno.

Esta actitud, que en sí, también, sin embargo, implica un lazo (original), se sujeta y toma cuerpo de un secreto que guarda el compositor que ya no cree en los mitos -y nos muestra eso que concebimos, aquí, como el desenlace (es decir, una dis-relación). Pero no por huraño o asocial sino por una nueva concepción de lo social que sale del relato y las apariencias, de las escenas y los yoes, pues demostraron que fallan por todos lados (no hubo salvación, el héroe muere, etc.). Se sale, o cree salirse, del relato pero para comunicarse/enlazarse con lo que está antes del relato -también después-, y que es, a su vez, lo que lo posibilita: el lenguaje, las convenciones en particular. Celebremos al lenguaje que es quien nos provee de mitos, parece decirnos el compositor tardío -a la vez que rehúsa el mito.

el-compositor

El compositor tardío encuentra algo así como lo real en el lenguaje, en la convención, más en concreto -una vez absuelta de su ser-para-el-lazo. Hasta entonces, la convención y el lenguaje participaban pasivamente del mito: eran el medio a partir del cual los lazos, los relatos se otorgaban. Una vez develada la pura imaginería que ata a los relatos o nos atan a ellos, el interés pasa a aquello que entonces es principal o principiante o propiciante: lo que los hace posible; no como especulación, ni juego o ironía sino, más bien, a la manera del demiurgo de un golem. El material en sí, ignoto por desconsiderado, sin 'vida', pero condición de aquellos, es ahora él mismo animado; y pierde entonces su inocencia, y ya no con-viene -ya no es convención1.

La obra en sí no muere, no puede morir, y en eso muestra su falsedad, su fingir: finge una muerte que no muere, razona el compositor tardío. Y esta falsa muerte desvalora la obra y finalmente la mata -puesto que es en los relatos donde, junto al héroe, la muerte que no muere y sus retazos, todo expira y perece. Son por ello músicas (las no tardías) que envejecen y dejan de significar. Por el contrario, el compositor tardío no ingresa a ningún relato, a ningún decir, a ninguna forma identificable (más bien sale), y eso confiere, o conferiría, al estilo tardío, o a lo que este estilo porta, eventualmente, 'eternidad', dice Adorno.

El compositor tardío no encuentra 'lo humano' en sus semejantes cautivos de un relato, en los parecidos de ningún tipo en particular sino -y aquí está la clave- en todos ellos, indiferentes, es decir, en lo colectivo como tal -la suma de todos los relatos no es ya un relato: lo humano se hace presente en el lenguaje y más aún en las convenciones -que parecen animarse, como si fueran criaturas.

Lo que el compositor tardío logra saber es que la verdad no porta imagen. La imagen develó su costado falso y la 'verdad' que llevaba asociada se evaporó junto a ella. No obstante la vida sigue. Lo que se hace tardíamente, dice Adorno, es salvar lo que se considera merece ser salvado; objetos, puros significantes dispersos; todo aquello que hubo resistido los embates del mito y que se muestra, con/tras el desenlace, y gracias al oficio del compositor, como animado.

El estilo tardío no abandona completamente la idea de la representación -ni de la apariencia- pero la concibe como la última posible, la postrera, es la representación tras la representación que es lo mítico en sí. Tras el desenlace -de la representación mítica- hay una última representación que no procura ningún nuevo relato sino salvar lo que merece ser salvado -aquello que el compositor tardío concibe como lenguaje disperso y 'animado'.

(Abril de 2022)

REM >

Notas

  1. Los términos 'convención' y 'conveniencia' coinciden en una misma fuente etimológica.